domingo, 8 de enero de 2012

El poder de un dios

Tres hombres de aspecto vulgar, boinas caladas y pistolas en mano, se apretujaban contra el portal de una vivienda de varios pisos, que amenazaba con derrumbarse, como tantos otros en la decadente urbe. Se miraban entre sí, escudriñándose los ojos para asegurarse de que era el momento. Ojos duros, profesionales, acostumbrados a tales trámites, que ya no pestañeaban en el bis a bis de la pólvora y la sangre.
Subieron al tercer piso. El motivo de la visita era lo de menos: ellos no preguntaban ni antes ni después. La consigna del patrón era clara. La mitad ahora y el resto tras finalizar el lance. Aunque la misión era sencilla, suficiente para un solo hombre, y más aun tratándose de matarifes como aquellos, pero nunca estaba de más un cañón amigo, por aquello de los imprevistos. De un empujón abrieron de par en par la puerta del domicilio. Era una de esas puertas que abundaban en los hogares de aquellos barrios, que servían más para ocultar que para evitar que rateros de diversa condición se colasen dentro.
Dentro del domicilio reinaba la azulada bruma del tabaco, que danzaba al compás de un pequeño candil. Un hombre de baja estatura pero de fornidos hombros se dibujaba de espaldas a ellos, sentado contra el escritorio en cuyo piso reposaba el candil, y un libro. Un gran ventanal presidía aquella escena, por la que se podía contemplar la siniestra noche que se cernía sobre la ciudad, salpicada aquí y allá por las azoteas que la cubrían.
Los tres pistoleros se acercaban lentamente y al unísono al hombre que aguardaba su propia muerte. Parecía no haberse dado cuenta de la presencia de los asaltantes, algo inusitado, después del escándalo armado al haberse producido el allanamiento. Más bien parecía ignorar de propia voluntad lo que sus verdugos habían venido a hacer.  Permanecía imperturbable en su última tarea de garabatear en aquel viejo cuaderno.
-Hágame el favor y salude a Fermín de mi parte en el infierno, ¿Quiere?
Acto seguido, el pistolero derrochó el plomo sobre la cabeza del desgraciado, que cayó de bruces sobre el escritorio. Joaquín, el mediano en edad de los tres, se acercó, curioso y alarmado al escritorio.
-Sebas…acércate. Mírale a la cara. Es el patrón…
-No me toques los cojones, Joaquín. Coge el puto cuaderno y larguémonos antes de que esto se llene de uniformes grises. Las órdenes eran claras.
Álvaro, el más joven de los tres, y el más inexperto también, se acercó lentamente a la macabra escena.
-Tiene razón Sebas, es el patrón…
-Me cago en Cristo y la puta que la parió. La que hemos armado por este jilipollas. Si quería morir podría haberse tirado al tranvía y ahorrarnos el tiempo y el dinero perdido. A ver como se las va a arreglar ahora para volver de ultratumba a pagarnos lo debido.

-Creo que no va a hacer falta que se tome la molestia. Álvaro entreabrió el cajón, que ya asomaba a medias, y que sobresalía del escritorio. Dentro yacía un sobre a rebosar de billetes. El doble de lo estipulado.
-Esto no tiene sentido…pero que más da. Ha sido un buen negocio. Muy bueno ahora que lo pienso. Nadie nos va a perseguir con aras de venganza, desde luego. Ya podrían abundar los clientes de esta clase. Álvaro, Sebas, vámonos, aquí hemos terminado.
-Espera, el libro. También era parte del trato. Que menos que cumplir sus últimas voluntades.
-No te me pongas caritativo, Álvaro, o te quito esa áurea de las carmelitas en menos de lo que se canta un padrenuestro.
Sebas y Joaquín enfilaban ya la salida, tranquilos, contentos por el trabajo realizado y el botín de más obtenido.
Álvaro les seguía el paso, a su sombra, cavilando sobre lo ocurrido. Y con un libro bajo el brazo.