lunes, 2 de abril de 2012

Laúd de sueño y muerte

Giraud fue el más ilustre trovador de todos los tiempos. Con la sola compañía de un viejo laúd, recorría las maltrechas provincias haciendo gala de su extraordinaria habilidad. Era ingenioso a la hora de componer; sus dedos, rasgaban las cuerdas con una velocidad inusual, y una excelsa voz profería a través de su garganta los más bellos cánticos jamás escuchados, elixir de dioses para los oídos que provocaban admiración y deseo en las mujeres, celos y pensamientos homicidas en sus maridos. Con sus romances, deleitó a plebeyos y nobles por igual, engatusó a reyes y conspiró contra ellos, sedujo a sus hijas y amó a sus mujeres. Todo ello, unido a su fama, al amor y al odio que envolvían a su persona, contribuyó a su triste final. Hoy día, las gentes aún le recuerdan y los juglares recitan sus versos a los cuatro vientos. Lo que el mundo no sabe, es que el don del que hacía gala Giraud, se lo debía a una única persona: su maestro y mentor Bernoire.

La infancia de Giraud había transcurrido en la más absoluta mendicidad. Huérfano de condición, había malvivido en las enlodadas callejuelas de distintas ciudades, al abrigo de la noche en soportales de carcomida madera. Su sustento consistía en desperdicios que ni los perros querían para sí. Fue en una de aquellas frías noches en la que conoció a Bernoire, pintoresco trovador, quien le acogería como a un hijo y le enseñaría el noble arte del laúd.

A pesar de su humilde profesión, Bernoire hacía gala de una opulenta existencia. Nunca les faltó de nada: la bolsa de su maestro parecía no tener fondo. Para Giraud, todo aquello escapaba a su concepción. Mullidos colchones y cenas calientes contrastaban con la dura vida que había llevado desde que tenía uso de razón.
Pronto comenzaron las lecciones en el manejo del laúd, para el cual, Giraud siempre demostró una extraordinaria habilidad. Progresaba con rapidez, ensayando hasta que sus dedos sangraban de puro esfuerzo.

A las lecciones con el instrumento le siguieron las de cante. En palabras de su maestro, laúd y voz debían de fundirse en uno sólo. La sintonía entre ambos era necesaria para alcanzar la perfección. El siguiente paso en su adiestramiento sería la composición, último eslabón necesario para ser un trovador completo. Bernoire, quien nunca tuvo apuros en reconocer que era analfabeto, se jactaba de haber compuesto más de cien romances cuyos versos había memorizado y jamás olvidaría.

‘’Estas son las cualidades necesarias para cualquier compositor: una buena memoria y un gran conocimiento de la vida terrenal, de las ambiciones y debilidades de la gente corriente, de sus chismorreos, de las conjuras palaciegas y los acontecimientos bélicos’’. Giraud comenzó a comprender que, para el buen trovador, era tan necesaria la maestría en el laúd y la voz, como otras habilidades más mundanas y no por ellos menos necesarias: la picardía, el don de gentes, el subterfugio y ante todo, el conocimiento del amor, pues no se podía componer sobre aquello que uno no conocía.

La vida de maestro y discípulo permaneció siempre en constante movimiento. Jamás pasaron dos noches seguidas en la misma posada y rehuían siempre de las grandes concentraciones de población. Diríase que huían de algún enemigo oculto, pero de ello Giraud nunca tuvo constancia. Éste itinerario de sus vidas y el hecho de que Bernoire nunca le habló de sus orígenes despertó la inquietud del joven discípulo. Sus sospechas sobre un pasado oscuro y turbulento de su maestro crecían a cada silencio que Giraud recibía como respuesta a sus preguntas indiscretas. Llegó a imaginar a su mentor envuelto en persecuciones nobiliarias, enemistado con algún conde que clamaba venganza por un arcón desaparecido o una joven doncella desflorada. Giraud estaba cada vez más convencido de ello, pues además de la rapidez con la que se movían por villas y poblados, con frecuencia cambiaban sus ropajes, se cortaban el pelo, se adornaban la cabellera con pelucas o actuaban ocultando su rostro tras decorados antifaces. Para todo ello, Bernoire no reparaba en gastos, y de vez en cuando, se daban un buen atracón en alguna posada de gran reputación curinaria. El maestro gastaba a manos rotas, y según los cálculos del joven aprendiz, lo ganado en actuaciones públicas no cubría ni de lejos su forma de vida.

Los años pasaban, y llego el momento del estreno de Giraud ante el público. Para ello, escogió dos piezas sencillas y popularmente conocidas. Recibió la ovación de los espectadores, especialmente de las féminas, que se agolpaban para ver al joven trovador que les deleitaba con su dulce voz. Su buen ver contribuía a ello, y como ya rondaba la edad adulta, inició sus incursiones en el terreno del amor, ganándose con ello las experiencias básicas de las que su maestro tanto hablaba para llegar a ser un buen compositor. Compuso así su primer soneto de corte romántico, siguiéndole a éste otros muchos, viéndose Giraud a los pocos meses recitando sus propias obras, recibidas por el público con agrado y efusión. Por aquel entonces, maestro y discípulo se turnaban las actuaciones vespertinas, repartiéndose lo ganado a partes iguales. Sin embargo, Bernoir no le permitía asistir a sus actos nocturnos y ello le perturbaba sueño. Grandes eran las sospechas que albergaba el joven Giraud sobre su maestro, y las noches que pasaba en la posada a la espera de su mentor, transcurrían en el más absoluto insomnio, entre profundas cavilaciones. Llegó a realizar indagaciones ocultas a mercenarios, borrachos y meretrices, sin obtener resultado alguno. Nadie le había visto u oído cantar con anterioridad. Creció así en su pecho un fuerte resentimiento hacia la persona de Bernoire, pues no entendía que motivaciones podía albergar para ocultarle su pasado y su presente.

La sospecha y la animadversión hacia su mentor llegó a hacerse tan insoportable que comenzó a planear su huída. Se consideraba lo suficientemente virtuoso como para trabajar por su cuenta y poder vivir de ello. Se labraría la fama actuando en grandes ciudades, aquellas a las que habían sido esquivos durante largos años. Tocaría en fiestas patronales y banquetes nobiliarios, se granjearía el favor de príncipes y grandes señores, y quién sabe si presos por la generosidad, le concederían la gracia de un título menor y unas tierras en las que asentarse y formar una familia. Y algún día, transmitiría sus conocimientos al más diestro de sus hijos.

Llegó la noche señalada. Giraud lo tenía todo pensado, cada detalle dentro de su cabeza. Apareció Bernoire en la habitación que tenían alquilada a altas horas de la noche y visiblemente fatigado. Esperó a que cayera profundamente dormido para deslizarse sigilosamente por la puerta y atravesar la posada, que yacía en el más absoluto silencio. Cuando ya se alejaba del lugar, a lomos de un corcel robado, el remordimiento le carcomía la mente. Sentía, en lo más profundo de su ser, que estaba traicionando a la única persona que le había querido, que había creído en él, a quien le debía todo, la vida misma. Que ahora pudiese huir oculto por la luna, con una bolsa llena de monedas y las dotes suficientes para valerse por sí mismo era gracias a Bernoire.
Volvió sobre sus pasos, acuciado por la pena, dispuesto a no abandonar a su mentor y así quizás, algún día, sería digno de escuchar de su propia boca el porqué de su ocultación al mundo. De nuevo frente a la puerta de la habitación, vislumbro bajo ésta que dentro de la estancia reinaba la luz. Su maestro se había despertado antes del alba, como era de costumbre, para continuar su rutina sin dejar rastro. Se enfrentaba a unos ojos fríos como el hierro que le escudriñaban rostro y alma.

-Recoge tus cosas, pues partimos hacia la villa de Chanders-les-Groix.

Por la expresión de su maestro, Giraud supo que había estado al tanto de sus intenciones. Y no había hecho nada porque, sencillamente, sabía que volvería.

Se encontraban frente al público en una amplia taberna, de mejor condición que las frecuentadas en los últimos meses. Bernoire, sentado en un taburete, afinaba el laúd junto a su discípulo, que permanecía erguido y expectante junto a él. Estaba a punto de conocer el gran secreto de su mentor, la llave hacia la maestría del trovador, y la respuesta a todos los interrogantes acerca de su forma de vida y de su pasado.

Inició su actuación con varios cantes sobre gestas bélicas, para enardecer el ánimo del populacho, y le siguieron romances sobre amores imposibles para embelesarles y prepararles para la obra final. Se trataba, sin lugar a dudas, de una balada, tanto por los acordes utilizados como por el timbre de la voz. Sin embargo, Giraud no podía entender palabra, pues Bernoire estaba cantando en un idioma desconocido, de extraordinaria dulzura en sus sílabas. El público presenciaba atónito la actuación. Parecían haber entrado en trance todos ellos, petrificadas sus expresiones, sin perder de vista los dedos de Bernoire. La balada derivó entonces en un estallido celestial de acordes y cánticos heroicos, deduciendo Giraud que el cante narraba alguna proeza bélica extranjera. El público, receptivo, daba muestras de entender el mensaje, sintiéndose exaltados para, a continuación, albergar pena en sus corazones y derivar en un llanto colectivo imposible de reprimir. Y es que Bernoire le había dado un cambio radical a la balada. El acorde y el cante eran ahora de una extremada tristeza que encogía el corazón al hombre más frío. De forma casi imperceptible, la voz del maestro y su laúd fueron silenciándose. Cuando terminó la actuación, Giraud se dio cuenta de que el público al completo yacía dormido. Bernoire miró a su joven discípulo sonriente y le mostró, golpeando el suelo, que el populacho permanecía en el más profundo sueño.

-Éste es, joven aprendiz, mi más preciado secreto, el motivo por el cual no acudimos a grandes ciudades y nos escondemos bajo falsos pseudónimos y máscaras de carnaval. Acabas de oír la balada del sueño, cuyo dominio, si algún día llegas a alcanzar, pondrá el mundo a tus pies, pues este es el único y verdadero hechizo que existe. Con él, podrás huir de tus más acérrimos enemigos, dormir a amantes caprichosas, pero sobre todas las cosas, hacerte inmensamente rico. Pero ándate siempre con mucho ojo, pues si los poderosos de esta tierra llegan algún día a conocer de tus dones, querrán utilizarlo en su favor en oscuras confabulaciones bajo falsas promesas de riqueza y títulos. Y algún día, amanecerás siendo más poderosos que ellos y te temerán, y con la misma fuerza que te elevaron, te despojarán de todo lo que te es preciado, incluido tu laúd.

El Silencio

El Conde de Altarroca se despertó algo más tarde de lo normal, con un leve aturdimiento en la cabeza tras el banquete de la noche anterior. Se celebraba el centésimo aniversario de la victoria del cruce del Entreaguas, que había dado a sus antepasados el señorío del que ahora gozaba el Marqués. Aunque ya debían de estar cercanos al mediodía, la ciudad permanecía en absoluta calma. ‘’Esta es la paz que trajeron mis ancestros, y que yo he de mantener. ’’

Perezosamente se deshizo de las sabanas, se sentó en el mullido colchón y cogió la espada de su familia que yacía siempre al lado de su lecho. La desenfundó, observando aquella maravilla centenaria de la metalurgia. Era magnífica: metro y medio de afilado acero que centelleaba con las caricias del sol, con empuñadura de ébano, y en ella, un pez atravesado por una mandoble, labrado en marfil, escudo de armas de la família. Se irguió para blandirla y rememorar viejas hazañas, pero la ingesta de hidromiel aún era reciente y por ello sus maniobras torpes, de modo que la espada cayó de entre sus manos, golpeando brutalmente el embaldosado.

Algo ocurrió entonces que lo dejó estupefacto.

O más bien, dejó de ocurrir. Al caer el mandoble, no se había oído ruido alguno. Aquello era incomprensible. El espadón debía de pesar al menos 20 kilos y al chocar contra el mármol debería prorrumpido en gran estrépito. Pero no fue así. ‘’Anoche bebí en exceso’’ pensó el Conde, intentándole dar una razón lógica. Para tranquilizarse, se dirigió al ventanal que presidía la habitación. Observar sus posesiones y sus siervos laborando le proporcionaba cierta paz interior, acompañada de una inmensa sensación de poder. Pero lo que vio le heló el alma. La ciudad entera ardía en llamas. Las calles estaban llenas de desperdicios, los animales campaban a sus anchas, los caballos huían de los establos arrollando a todo el que se encontraba por delante. Los hombres se mataban unos a otros sin ningún orden ni sentido. Robos y violaciones se cometían por doquier a lo largo y ancho de toda la villa. Ni los niños se salvaban de tamaña tempestad. El caos reinaba, el infierno se había instalado en Altarroca. Ningún soldado o noble de la corte se apreciaba en las calles. Debían de estar todos durmiendo, como él hacía muy poco. Fue entonces cuando el Conde se dio cuenta de qué estaba ocurriendo. No se oía el crepitar de las hogueras. Ni los aullidos de los que agonizaban. Ni el trotar de los cascos de los caballos. Ni el resonar de las espadas. Ni los gemidos de las violadas.

Había llegado el Silencio.