lunes, 2 de abril de 2012

Laúd de sueño y muerte

Giraud fue el más ilustre trovador de todos los tiempos. Con la sola compañía de un viejo laúd, recorría las maltrechas provincias haciendo gala de su extraordinaria habilidad. Era ingenioso a la hora de componer; sus dedos, rasgaban las cuerdas con una velocidad inusual, y una excelsa voz profería a través de su garganta los más bellos cánticos jamás escuchados, elixir de dioses para los oídos que provocaban admiración y deseo en las mujeres, celos y pensamientos homicidas en sus maridos. Con sus romances, deleitó a plebeyos y nobles por igual, engatusó a reyes y conspiró contra ellos, sedujo a sus hijas y amó a sus mujeres. Todo ello, unido a su fama, al amor y al odio que envolvían a su persona, contribuyó a su triste final. Hoy día, las gentes aún le recuerdan y los juglares recitan sus versos a los cuatro vientos. Lo que el mundo no sabe, es que el don del que hacía gala Giraud, se lo debía a una única persona: su maestro y mentor Bernoire.

La infancia de Giraud había transcurrido en la más absoluta mendicidad. Huérfano de condición, había malvivido en las enlodadas callejuelas de distintas ciudades, al abrigo de la noche en soportales de carcomida madera. Su sustento consistía en desperdicios que ni los perros querían para sí. Fue en una de aquellas frías noches en la que conoció a Bernoire, pintoresco trovador, quien le acogería como a un hijo y le enseñaría el noble arte del laúd.

A pesar de su humilde profesión, Bernoire hacía gala de una opulenta existencia. Nunca les faltó de nada: la bolsa de su maestro parecía no tener fondo. Para Giraud, todo aquello escapaba a su concepción. Mullidos colchones y cenas calientes contrastaban con la dura vida que había llevado desde que tenía uso de razón.
Pronto comenzaron las lecciones en el manejo del laúd, para el cual, Giraud siempre demostró una extraordinaria habilidad. Progresaba con rapidez, ensayando hasta que sus dedos sangraban de puro esfuerzo.

A las lecciones con el instrumento le siguieron las de cante. En palabras de su maestro, laúd y voz debían de fundirse en uno sólo. La sintonía entre ambos era necesaria para alcanzar la perfección. El siguiente paso en su adiestramiento sería la composición, último eslabón necesario para ser un trovador completo. Bernoire, quien nunca tuvo apuros en reconocer que era analfabeto, se jactaba de haber compuesto más de cien romances cuyos versos había memorizado y jamás olvidaría.

‘’Estas son las cualidades necesarias para cualquier compositor: una buena memoria y un gran conocimiento de la vida terrenal, de las ambiciones y debilidades de la gente corriente, de sus chismorreos, de las conjuras palaciegas y los acontecimientos bélicos’’. Giraud comenzó a comprender que, para el buen trovador, era tan necesaria la maestría en el laúd y la voz, como otras habilidades más mundanas y no por ellos menos necesarias: la picardía, el don de gentes, el subterfugio y ante todo, el conocimiento del amor, pues no se podía componer sobre aquello que uno no conocía.

La vida de maestro y discípulo permaneció siempre en constante movimiento. Jamás pasaron dos noches seguidas en la misma posada y rehuían siempre de las grandes concentraciones de población. Diríase que huían de algún enemigo oculto, pero de ello Giraud nunca tuvo constancia. Éste itinerario de sus vidas y el hecho de que Bernoire nunca le habló de sus orígenes despertó la inquietud del joven discípulo. Sus sospechas sobre un pasado oscuro y turbulento de su maestro crecían a cada silencio que Giraud recibía como respuesta a sus preguntas indiscretas. Llegó a imaginar a su mentor envuelto en persecuciones nobiliarias, enemistado con algún conde que clamaba venganza por un arcón desaparecido o una joven doncella desflorada. Giraud estaba cada vez más convencido de ello, pues además de la rapidez con la que se movían por villas y poblados, con frecuencia cambiaban sus ropajes, se cortaban el pelo, se adornaban la cabellera con pelucas o actuaban ocultando su rostro tras decorados antifaces. Para todo ello, Bernoire no reparaba en gastos, y de vez en cuando, se daban un buen atracón en alguna posada de gran reputación curinaria. El maestro gastaba a manos rotas, y según los cálculos del joven aprendiz, lo ganado en actuaciones públicas no cubría ni de lejos su forma de vida.

Los años pasaban, y llego el momento del estreno de Giraud ante el público. Para ello, escogió dos piezas sencillas y popularmente conocidas. Recibió la ovación de los espectadores, especialmente de las féminas, que se agolpaban para ver al joven trovador que les deleitaba con su dulce voz. Su buen ver contribuía a ello, y como ya rondaba la edad adulta, inició sus incursiones en el terreno del amor, ganándose con ello las experiencias básicas de las que su maestro tanto hablaba para llegar a ser un buen compositor. Compuso así su primer soneto de corte romántico, siguiéndole a éste otros muchos, viéndose Giraud a los pocos meses recitando sus propias obras, recibidas por el público con agrado y efusión. Por aquel entonces, maestro y discípulo se turnaban las actuaciones vespertinas, repartiéndose lo ganado a partes iguales. Sin embargo, Bernoir no le permitía asistir a sus actos nocturnos y ello le perturbaba sueño. Grandes eran las sospechas que albergaba el joven Giraud sobre su maestro, y las noches que pasaba en la posada a la espera de su mentor, transcurrían en el más absoluto insomnio, entre profundas cavilaciones. Llegó a realizar indagaciones ocultas a mercenarios, borrachos y meretrices, sin obtener resultado alguno. Nadie le había visto u oído cantar con anterioridad. Creció así en su pecho un fuerte resentimiento hacia la persona de Bernoire, pues no entendía que motivaciones podía albergar para ocultarle su pasado y su presente.

La sospecha y la animadversión hacia su mentor llegó a hacerse tan insoportable que comenzó a planear su huída. Se consideraba lo suficientemente virtuoso como para trabajar por su cuenta y poder vivir de ello. Se labraría la fama actuando en grandes ciudades, aquellas a las que habían sido esquivos durante largos años. Tocaría en fiestas patronales y banquetes nobiliarios, se granjearía el favor de príncipes y grandes señores, y quién sabe si presos por la generosidad, le concederían la gracia de un título menor y unas tierras en las que asentarse y formar una familia. Y algún día, transmitiría sus conocimientos al más diestro de sus hijos.

Llegó la noche señalada. Giraud lo tenía todo pensado, cada detalle dentro de su cabeza. Apareció Bernoire en la habitación que tenían alquilada a altas horas de la noche y visiblemente fatigado. Esperó a que cayera profundamente dormido para deslizarse sigilosamente por la puerta y atravesar la posada, que yacía en el más absoluto silencio. Cuando ya se alejaba del lugar, a lomos de un corcel robado, el remordimiento le carcomía la mente. Sentía, en lo más profundo de su ser, que estaba traicionando a la única persona que le había querido, que había creído en él, a quien le debía todo, la vida misma. Que ahora pudiese huir oculto por la luna, con una bolsa llena de monedas y las dotes suficientes para valerse por sí mismo era gracias a Bernoire.
Volvió sobre sus pasos, acuciado por la pena, dispuesto a no abandonar a su mentor y así quizás, algún día, sería digno de escuchar de su propia boca el porqué de su ocultación al mundo. De nuevo frente a la puerta de la habitación, vislumbro bajo ésta que dentro de la estancia reinaba la luz. Su maestro se había despertado antes del alba, como era de costumbre, para continuar su rutina sin dejar rastro. Se enfrentaba a unos ojos fríos como el hierro que le escudriñaban rostro y alma.

-Recoge tus cosas, pues partimos hacia la villa de Chanders-les-Groix.

Por la expresión de su maestro, Giraud supo que había estado al tanto de sus intenciones. Y no había hecho nada porque, sencillamente, sabía que volvería.

Se encontraban frente al público en una amplia taberna, de mejor condición que las frecuentadas en los últimos meses. Bernoire, sentado en un taburete, afinaba el laúd junto a su discípulo, que permanecía erguido y expectante junto a él. Estaba a punto de conocer el gran secreto de su mentor, la llave hacia la maestría del trovador, y la respuesta a todos los interrogantes acerca de su forma de vida y de su pasado.

Inició su actuación con varios cantes sobre gestas bélicas, para enardecer el ánimo del populacho, y le siguieron romances sobre amores imposibles para embelesarles y prepararles para la obra final. Se trataba, sin lugar a dudas, de una balada, tanto por los acordes utilizados como por el timbre de la voz. Sin embargo, Giraud no podía entender palabra, pues Bernoire estaba cantando en un idioma desconocido, de extraordinaria dulzura en sus sílabas. El público presenciaba atónito la actuación. Parecían haber entrado en trance todos ellos, petrificadas sus expresiones, sin perder de vista los dedos de Bernoire. La balada derivó entonces en un estallido celestial de acordes y cánticos heroicos, deduciendo Giraud que el cante narraba alguna proeza bélica extranjera. El público, receptivo, daba muestras de entender el mensaje, sintiéndose exaltados para, a continuación, albergar pena en sus corazones y derivar en un llanto colectivo imposible de reprimir. Y es que Bernoire le había dado un cambio radical a la balada. El acorde y el cante eran ahora de una extremada tristeza que encogía el corazón al hombre más frío. De forma casi imperceptible, la voz del maestro y su laúd fueron silenciándose. Cuando terminó la actuación, Giraud se dio cuenta de que el público al completo yacía dormido. Bernoire miró a su joven discípulo sonriente y le mostró, golpeando el suelo, que el populacho permanecía en el más profundo sueño.

-Éste es, joven aprendiz, mi más preciado secreto, el motivo por el cual no acudimos a grandes ciudades y nos escondemos bajo falsos pseudónimos y máscaras de carnaval. Acabas de oír la balada del sueño, cuyo dominio, si algún día llegas a alcanzar, pondrá el mundo a tus pies, pues este es el único y verdadero hechizo que existe. Con él, podrás huir de tus más acérrimos enemigos, dormir a amantes caprichosas, pero sobre todas las cosas, hacerte inmensamente rico. Pero ándate siempre con mucho ojo, pues si los poderosos de esta tierra llegan algún día a conocer de tus dones, querrán utilizarlo en su favor en oscuras confabulaciones bajo falsas promesas de riqueza y títulos. Y algún día, amanecerás siendo más poderosos que ellos y te temerán, y con la misma fuerza que te elevaron, te despojarán de todo lo que te es preciado, incluido tu laúd.

El Silencio

El Conde de Altarroca se despertó algo más tarde de lo normal, con un leve aturdimiento en la cabeza tras el banquete de la noche anterior. Se celebraba el centésimo aniversario de la victoria del cruce del Entreaguas, que había dado a sus antepasados el señorío del que ahora gozaba el Marqués. Aunque ya debían de estar cercanos al mediodía, la ciudad permanecía en absoluta calma. ‘’Esta es la paz que trajeron mis ancestros, y que yo he de mantener. ’’

Perezosamente se deshizo de las sabanas, se sentó en el mullido colchón y cogió la espada de su familia que yacía siempre al lado de su lecho. La desenfundó, observando aquella maravilla centenaria de la metalurgia. Era magnífica: metro y medio de afilado acero que centelleaba con las caricias del sol, con empuñadura de ébano, y en ella, un pez atravesado por una mandoble, labrado en marfil, escudo de armas de la família. Se irguió para blandirla y rememorar viejas hazañas, pero la ingesta de hidromiel aún era reciente y por ello sus maniobras torpes, de modo que la espada cayó de entre sus manos, golpeando brutalmente el embaldosado.

Algo ocurrió entonces que lo dejó estupefacto.

O más bien, dejó de ocurrir. Al caer el mandoble, no se había oído ruido alguno. Aquello era incomprensible. El espadón debía de pesar al menos 20 kilos y al chocar contra el mármol debería prorrumpido en gran estrépito. Pero no fue así. ‘’Anoche bebí en exceso’’ pensó el Conde, intentándole dar una razón lógica. Para tranquilizarse, se dirigió al ventanal que presidía la habitación. Observar sus posesiones y sus siervos laborando le proporcionaba cierta paz interior, acompañada de una inmensa sensación de poder. Pero lo que vio le heló el alma. La ciudad entera ardía en llamas. Las calles estaban llenas de desperdicios, los animales campaban a sus anchas, los caballos huían de los establos arrollando a todo el que se encontraba por delante. Los hombres se mataban unos a otros sin ningún orden ni sentido. Robos y violaciones se cometían por doquier a lo largo y ancho de toda la villa. Ni los niños se salvaban de tamaña tempestad. El caos reinaba, el infierno se había instalado en Altarroca. Ningún soldado o noble de la corte se apreciaba en las calles. Debían de estar todos durmiendo, como él hacía muy poco. Fue entonces cuando el Conde se dio cuenta de qué estaba ocurriendo. No se oía el crepitar de las hogueras. Ni los aullidos de los que agonizaban. Ni el trotar de los cascos de los caballos. Ni el resonar de las espadas. Ni los gemidos de las violadas.

Había llegado el Silencio.

sábado, 18 de febrero de 2012

Culcas de Cardo el rey astado

Las gentes atestaban las grises escalinatas de piedra del recinto circular, presenciando extasiada, con superstición y pavor a partes iguales, el duelo ancestral entre hombre y bestia. El enorme toro, el más grande y fiero de toda la región, bramaba y coceaba con contenida furia, esperando el momento oportuno para lanzarse contra el hombre que, desnudo, se alzaba ante él. Únicamente armado con los dos cuernos que pertenecieran al primer rey y a la postre Dios y señor de todos los clanes que poblaban la Cornúpeta, disponía a enfrentarse ante tan temible rival en sagrada lid. Los presentes animaban enardecidamente al candidato a caudillo, que para coronarse con las astas sagradas, debía de derribar a la bestia con sus mismas armas. Sólo entonces, sería ungido con la sangre del hijo del Dios, siendo digno de portar su cornamenta en nuevo yelmo forjado de bronce. Así había sido desde el principio de los tiempos, desde la llegada del minotauro, y así debía de ser. Sin embargo, largas generaciones llevaban ya las tribus sin presenciar el ascenso de un nuevo líder. Una y otra vez, la bestia semidivina había vencido a cuantos pretendientes se presentaban ante él en la arena. La desgracia y el ostracismo se habían adueñado de los clanes desde entonces, y lejos quedaban ya los años de gloria, saqueos y grandes victorias de los pueblos astados sobre el resto de reinos y naciones que habitaban la península. Era pues de entender, la amarga tensión que sentían quienes presenciaban el duelo deicida.
Los sacerdotes, ataviados con túnicas mate y purpura, cantaban rezos a su divinidad para que les concediese la gracia de un nuevo señor. Grandes habían sido los sacrificios antes y durante las celebraciones, amén de las diversas pruebas a los que los candidatos eran sometidos con tal de que, sólo el más hábil y digno de ellos, pudiera enfrentarse al vástago de Coduro.


En el palco de honor la nobleza presenciaba la contienda en silencio y con cautela, albergando cierto resentimiento en sus corazones. Eran los líderes de los diversos clanes, muchos de ellos vencidos a lo largo de las pruebas –otros tantos ya no estaban, pues, habían fallecido durante el transcurso de ellas- : Colkon, caudillo del clan del buitre, Aster, del clan del oso, Mefaster, del clan del lince, Bulo, del clan del lobo, Artaistas, del clan del águila real, Artikax, del clan del castor, Naocrx, del clan del ciervo, y otros muchos de menor rango; todos ellos, o la gran mayoría, acompañados de hijos, hermanos, mujeres, parientes lejanos, seguidores, concubinas y sirvientes. Todos ellos y muchos otros, miembros y señores de clanes menores, asistían a tal acontecimiento con reservas, sabedores de que allí no sólo estaba en juego la dicha de las tribus para con su Dios, sino, algo más, quizás incluso de mayor importancia para un mortal: el poder absoluto, el mando unificado de todos los pueblos que conformaban tan arcaica y peculiar etnia.


En el ruedo, la bestia fue quien acometió primero. Trotó, ganando velocidad a medida que se acercaba a su contrincante. Culcas de Cardo, victorioso de las pruebas digno de tal honor, tomó posición defensiva, con los cuernos alzados al aire, tensando la cuerda que los sujetaba. Cuando el animal se encontraba a sólo un metro de él, lo esquivó con gran agilidad, girando sobre si mismo para dejarlo pasar a su lado, con las astas a un palmo de sus costillas. El toro paró en seco y dio media vuelta para iniciar una nueva carga. Se encontraba fuera de si, sudoroso y con los ojos inyectados en sangre, pues antes de sacarlo al ruedo, los sacerdotes le subministraban un antiguo brebaje de secreta receta, que según sus propias palabras, animaba su espíritu, aumentaba su sed de muerte, fortalecía músculos y astas, pero ante todo, lo conectaba con su Padre, que le insuflaba ánimos  y le transmitía su fuerza. Volvió de nuevo a la carga, una y otra vez, sin lograr dar con el blanco. Los clanes comenzaban a inquietarse, pues el candidato aún no había asestado golpe, y bien cerca habíase encontrado de recibir cornada e ir a parar con sus intestinos a la arena. Se empezaron a oír murmullos cargados de pesimismo que afirmaban que el pobre chico no pasaría la prueba, que deberían de esperar otros cuatro largos años para ser bendecidos por Coduro. Los gritos de ánimo disminuían, imperando ante todos ellos los salmos rezados por los sacerdotes, que no cesaban en su ímpetu.  Llegó a poder apreciarse el eco del trote sordo del toro y el respirar ajetreado de Culcas. Algunos de los líderes y jefes del palco sonreían, se codeaban entre ellos, mofándose del pobre muchacho. Ya tan sólo esperaban la cornada mortal que diese fin a tan lamentable espectáculo. Únicamente uno de ellos, de entre todos los nobles asistentes, comprendía lo que ante sus ojos ocurría, el único que conocía las intenciones de Culcas para enfrentarse a tan magnánimo destino. El candidato no huía de su cazador. Había iniciado un baile. Un baile maravilloso y acrobático en torno a la bestia, una danza letal e hipnótica de volteretas, giros y saltos, haciendo uso de su extrema. Para el noble anciano, saltaba a la vista, pero para todos los presentes se escapaba que, la bestia, comenzaba a fatigarse. La extenuación comenzaba a ser visible en su mirada. Sus cargas ya no eran tan veloces y sus cornadas perdían precisión. El resuello del animal se oía ya por encima del jadear del hombre. Sudaba a borbotones una sustancia viscosa y brillante. Los efectos del brebaje estaban disminuyendo, y el esfuerzo del animal provocaba una reacción de todo punto lógica: la estaba comenzando a expulsar de su cuerpo.


Todo esto había sido sabiamente premeditado por Culcas, llevándolo a cabo de forma magistral. Con claros indicios de fatiga en el animal, había iniciado la segunda parte de su plan. De forma casi imperceptible para los presentes, a medida que bailaba en torno a las acometidas de la bestia, iba dejando aquí y allá, en puntos clave de la anatomía del animal, incisivos cortes con las puntas de sus astas. De cuello, patas, lomo y frente, comenzaba a manar un hilillo de sangre. Las gentes, desesperanzadas y obcecadas en la inminente derrota de su tan ansiado caudillo, atisbaban ya cierta irregularidad en el combate. Contemplaban las manchas de sangre que salpicaban, cada vez con mayor, la arena del recinto. Pero hombre y bestia encontrábanse impregnadas de dicha substancia, y no lograban acertar cual de los dos era dueño de ella.


Llegados a tal punto, los dos rivales se encontraban en el centro de la plaza uno en frente del otro, como al inicio del combate. Culcas esperaba, como lo había echo a lo largo del combate, que el toro tomase la iniciativa. El animal se sentía frustrado y agotado, pues pese a los esfuerzos empleados, aún no había conseguido alcanzar a su contrincante. Bramó y coceó nuevamente, formando espesas nubes de vaho en torno a su hocico. Culcas supo entonces que  era el momento esperado para darle al animal el toque de gracia. La bestia se abalanzó con renovada fuerza sobre el joven, decidido a agotar todas sus reservas en una última acometida. Cuando estaba lo suficientemente cerca, Culcas aguanto sus propias astas con los dientes, sujetándolas por la cuerda que las unía para facilitar su manejo, dejando sus manos libres para el siguiente movimiento. Asiendo las astas del animal en plena acometida, realizó una increíble acrobacia por encima de él, postrándose sobre su lomo. El animal, fuera de si, coceaba y se agitaba, intentando librarse de su rival. Culcas agarró con fuerza sus propias astas y las hundió en su costado, desgarrando las entrañas a su paso. Sabiéndose ya derrotado, sin fuerzas y herido de muerte, flaqueó cayendo sobre sus patas traseras. El joven, en su momento de gloria, alzó los brazos con las dos astas del Dios, para al grito de [i]Aktar kah Coduro banastiakh itsan tul karoxes[/i], ‘’A ti Coduro, te entrego la sangre de tu hijo’’, abrirle con vigoroso movimiento la garganta, derramando a borbotones su sangre sobre la arena.


Cayó el anfiteatro en el más absoluto silencio. Un silencio que podía acariciarse con las manos, tan físico y tan real como la carne y los huesos. Un silencio que invadió cada escalón del recinto, cada garganta, y cada mirada, un silencio que helaba el corazón y erizaba el cabello. Los mismos sacerdotes, castos en su oficio, habían dejado de salmodiar. La nobleza contemplaba incrédula tal escena, sumidos en una profunda letargia, como si el propio demonio les hubiera robado su último aliento. Sólo uno de ellos se mantenía en si, consciente de cuanto ocurría y había ocurrido, y aún quedaba por ver. Levantóse lentamente, sin que de esto se dieran cuenta sus acompañantes. Con el puño en alto, profirió el viejo grito de finalización del ritual: [i]Culcas ta Cardo, ken Krais satsan, Coduro kriva layekan![/i] ‘’¡Culcas de Cardo, nuevo rey astado, por la gloria de Coduro!’’


Con el vítore de la victoria, volvieron en si los presentes, como quien despierta de un largo periodo de convalecencia. Un murmullo fue creciendo en el lugar, un murmullo que se convirtió en grito, de grito a rugido, y que acabó en colosal clamor de miles de gargantas aullando de alegría e incredulidad. En la cornúpeta, los clanes taurómatas volvían a tener un soberano, un caudillo. Sólo un pequeño sector del anfiteatro, de entre todos los miles de asistentes, permanecían en silencio: la nobleza.

miércoles, 8 de febrero de 2012

Ibn man Nasre, príncipe de Qurtuba


El olor a jazmín y el canto matutino del gallo entraban por la ventana, dando la bienvenida al nuevo día en la ciudad blanca de Qurtuba. El príncipe y señor de la villa de Amrán, llevaba ya varias horas despierto, escudriñando un viejo mapa que le robaba el sueño desde hacia ya muchas noches. Llamó a su leal esclavo Feufas para que le sirvieran el desayuno. Un desayuno fuerte: huevos de corral, guindillas y tortas de pan aderezadas con miel.

Feufas era propiedad de la familia real prácticamente desde su nacimiento. Fue capturado durante la contienda del salvoconducto, en la que el reino de Qurtuba y la Liga de Hital lucharon por el comercio las especias con Tarsis. Había sido una guerra de corta duración, puesto que las dos naciones mercantes se sabían perjudicadas. Barcos para la guerra implicaban menos barcos para el comercio, y aquella había sido sin duda una guerra naval. Feufas fue capturado junto a su familia, como muchos sahitas, en las diversas incursiones tierra adentro realizadas por los ejércitos de Qurtuba. Sería comprado en el mercado de esclavos de la capital por Talfas, administrador de la hacienda real, entrando al servicio de palacio. Con el paso del tiempo, el sahita había ascendido en el escalafón más bajo de la sociedad qurtubense, hasta convertirse en hombre de confianza del príncipe.

Tomado el desayuno, el príncipe de la ciudad blanca se dirigió hacia las caballerizas acompañado de Feufas.

-Prepara a los camellos para la travesía hacia Amrán. Solos tú y yo.
-Mi señor, usted sabe que Feufas obedece fielmente sus dictados, pero sabe que su padre no gusta de que ande por ahí sin escolta, y yo mismo considero…
-Solos tú y yo. Y rápido, deberíamos llegar antes de dos días.

El itinerario hacia Amrán era arduo y duro, aunque estaba relativamente cerca, a pocas millas de la capital. El camino se adentraba hacia el interior del reino, y aunque era fuertemente frecuentado por mercaderes de toda la región y campesinos libres que venían a buscar suerte, abundaban también bandidos del desierto, habidos de botín fácil, que atacaban como un rayo sin dejar víctimas y huían velozmente hacia las dunas y las cuevas de las regiones montañosas, refugio de proscritos ante las incursiones del ejército real.

Cargaron los camellos con todo lo imprescindible para el camino: agua, tortas de grano y carbón, para calentarse en las gélidas noches del yermo. Salieron del recinto del palacio real, agolpándose por las estrechas calles de la ciudad, apartándose los viandantes sabiendo que quien circula con montura es alguien de elevada condición. Muchos reconocían al príncipe y se inclinaban ante él, pues era bien conocido su ingenio y gallardía, y no faltaban quienes auguraban un futuro esplendoroso para los qurtubenses cuando Ibn man Nasre se alzase con la tiara de plata, insignia del Sultán.

Las callejuelas de Qurtuba ya hervían de actividad pese a lo temprano de la hora. Los comerciantes preparaban las pequeñas tiendas de tela a las puertas de sus pequeños comercios para mostrar al público sus magníficos artículos. Allí podía encontrarse lo mejor de Qurtuba y artículos que traían las galeras que surcaban el gran Mar Blanco. De todo el sultanato podíase apreciar barrocos artilugios hechos con cristal tintado; los mejores tés cultivados en el interior, a quienes sus vendedores conferían propiedades curativas, paliativas, e incluso afrodisíacas; alhajas y sortijas de piedras preciosas que imitaban a las serpientes, animal sagrado y venerado en aquellas tierras, para realzar a las bellas mujeres de tez morena y ojos de azabache de Qurtuba, saben los dioses las mas bellas de la Calilea. Con la bulliciosa actividad, la ciudad blanca se impregnaba también de sus característicos olores: las caras especies como la altapluma, elcilantro, el azafrán o el jengibre; delicioso Frakki de cordero con salsa de bellota que los pinches preparaban en sus tenderetes para los estómagos más débiles e impacientes; pero no faltaban también los olores característicos de una gran ciudad: la falta de alcantarillado provocaba la acumulación de desperdicios en el entramado urbano, el ir y venir de animales domésticos, de carga o de viaje como los hermosos y característicos camellos y dromedarios de aquellas tierras, caballos, llamas y asnos, o los pestilentes y maltratados esclavos, que abundaban en la capital, pues cualquier nación que se preciase mercante debía contar con la fuerza sin carga del siervo, quienes levantaban imperios o confabulaban contra ellos.

Realizaron una ofrenda en el santuario de Sirthis, patrona de los peregrinos y guardiana de los caminos, a pesar de que el príncipe no era muy dado al culto, Feufas siempre le recordaba que un monarca debía de estar a bien con la clase sacerdotal y ser visto como un devoto fiel.

Salieron de la ciudad por la puerta Sur, de altas y blancas murallas, portón de madera revestido con bronce en el que se podía leer, para aquellos que supieran, el lema de la familia, y por ende de la capital y de todo el sultanato: Sibni naham hasni fraqillyum, ‘’la serpiente sabia encuentra el agua’’. Grabadas en ellas por los hábiles artesanos, el emblema: una serpiente de cascabel enroscada en una rama de olivo.

La arenisca del camino se abría ante ellos, con el sol aún bajo en el horizonte. A pesar de que el príncipe y Emir de la ciudad de Amrán era hombre de pocas palabras, Feufas siempre conseguía arrancarle aquí y allá algunos verbos. Charlaron asiduamente sobre caballos, reyes y mujeres. Pararon una sola vez para tomar un ligero tentempié, pues un estómago lleno en pleno desierto podía suponer la muerte. Se cruzaron con muchos peregrinos y algunos mercaderes, que reconociendo al príncipe, le hicieron regalos y peticiones, a los que atendió no sin cierto hastío.

Llegada la noche, acamparon en un recodo del camino, al refugio de unos secos zarzales, restos de la poca vegetación que hacían del yermo su propio reino. Encendieron el carbón en una lámpara de bronce y comieron y bebieron de una jofaina de dulce vino de Tarsis, del que el príncipe tanto gustaba deleitarse.
Feufas ya dormía a pierna suelta, incomodando al silencioso desierto, y por ende, a su amo y señor, con sus feroces ronquidos, efecto secundario de su afición a fumar hrijja en pipa. El príncipe comenzaba a dejarse arrastrar hacia el dulce sueño con la suave brisa del desierto cuando notó una presencia hostil cerca de ellos. Fue a echar mano del alfanje que siempre llevaba consigo cuando noto el frío beso del acero en la nuez de su garganta.

-Ni un brusco movimiento peregrino, o dejaras este mundo tan rápido como viniste a él por las entrañas de la zorra de tu madre.

Feufas se incorporo rápidamente, pero mas rápida fue la ruda mano que le sujetó cuello y cabeza, inmovilizándole completamente.
Ante ellos se abrió paso un hombre, ataviado con una larga túnica rasgada y desgastada por las inclemencias del desierto, que a todas luces, parecía ser el líder de la banda.

-Supongo que ya sabréis de que va esto. Dadnos todo lo que tengáis de valor, joyas, armas, camellos incluidos, y no sufriréis ningún daño. Podréis iros por donde habéis venido si Mahamat, señor del desierto, tiene a bien conservaros la vida.

-No sabéis con quien estáis hablando, sucio perro del desierto, largáos si no queréis…
Feufas fue callado de un puñetazo en la nuca por el salteador que lo mantenía sujeto, dejándolo semi incosciente y presenciando la escena como si se encontrase a millas de distancia.

-Escuchadme bien, porque solo hablaré una vez, y me trae sin cuidado si me quitáis la vida o decidís dejarme libre, pues Mufarat todo lo dispone y todo lo ve, la vida y la muerte, el pasado, el presente, y lo que aún está por venir. Solo él está capacitado para juzgar, siendo esta existencia solo una de las pruebas a las que habremos de someternos. Pero en éstas nos encontramos, y mi deber como súbdito de Mufarat es advertiros. Mi querido amigo, portador de la verdad, al que habéis acallado de malas formas, ya os quiso poner en aviso. Yo soy el gran Ibn man Nasre, Príncipe heredero de Qurtuba, de sus emiratos, de sus desiertos y de sus gentes, y sabeos conocedores de una cosa: cuando mi querido padre muera, y los dioses saben que no falta mucho para ello, yo seré el gran sultán de esta tierra yerma, y anegare la tierra allende los mares de muerte y miseria, caerán los grandes templos del norte, socavaremos sus grandes murallas, y cualquier qurtubense curtido en el arte de las armas y ávido de riquezas y gloria para su pueblo es libre de seguirme. Y vosotros, fieles seguidores del árido desierto, vendréis conmigo, pues conozco vuestra maestría con la honda y la lanza, y me seréis de gran utilidad. Así que os digo, podéis robarme y matarme ahora, y os haréis con grandes riquezas que no conseguiréis de ningún transeúnte más, pues porto encima más oro y plata del que jamás llegareis a ver. Pero saberos conocedores de otra cuestión de importancia: mi padre y su guardia os perseguirán hasta la extenuación. Saben los dioses que volverán a correr los ríos por el yermo antes de que consigáis disfrutar de vuestro valioso botín. En cambio, dejarme partir hacia mi destino, y no solo os perdonare, sino que os recompensaré. Pues cuando vuelva de mis dominios, vosotros partiréis conmigo hacia la guerra. Y tu serás el líder de todos los hijos del desierto, oh gran guerrero  y sabio amigo Nahas.

domingo, 8 de enero de 2012

El poder de un dios

Tres hombres de aspecto vulgar, boinas caladas y pistolas en mano, se apretujaban contra el portal de una vivienda de varios pisos, que amenazaba con derrumbarse, como tantos otros en la decadente urbe. Se miraban entre sí, escudriñándose los ojos para asegurarse de que era el momento. Ojos duros, profesionales, acostumbrados a tales trámites, que ya no pestañeaban en el bis a bis de la pólvora y la sangre.
Subieron al tercer piso. El motivo de la visita era lo de menos: ellos no preguntaban ni antes ni después. La consigna del patrón era clara. La mitad ahora y el resto tras finalizar el lance. Aunque la misión era sencilla, suficiente para un solo hombre, y más aun tratándose de matarifes como aquellos, pero nunca estaba de más un cañón amigo, por aquello de los imprevistos. De un empujón abrieron de par en par la puerta del domicilio. Era una de esas puertas que abundaban en los hogares de aquellos barrios, que servían más para ocultar que para evitar que rateros de diversa condición se colasen dentro.
Dentro del domicilio reinaba la azulada bruma del tabaco, que danzaba al compás de un pequeño candil. Un hombre de baja estatura pero de fornidos hombros se dibujaba de espaldas a ellos, sentado contra el escritorio en cuyo piso reposaba el candil, y un libro. Un gran ventanal presidía aquella escena, por la que se podía contemplar la siniestra noche que se cernía sobre la ciudad, salpicada aquí y allá por las azoteas que la cubrían.
Los tres pistoleros se acercaban lentamente y al unísono al hombre que aguardaba su propia muerte. Parecía no haberse dado cuenta de la presencia de los asaltantes, algo inusitado, después del escándalo armado al haberse producido el allanamiento. Más bien parecía ignorar de propia voluntad lo que sus verdugos habían venido a hacer.  Permanecía imperturbable en su última tarea de garabatear en aquel viejo cuaderno.
-Hágame el favor y salude a Fermín de mi parte en el infierno, ¿Quiere?
Acto seguido, el pistolero derrochó el plomo sobre la cabeza del desgraciado, que cayó de bruces sobre el escritorio. Joaquín, el mediano en edad de los tres, se acercó, curioso y alarmado al escritorio.
-Sebas…acércate. Mírale a la cara. Es el patrón…
-No me toques los cojones, Joaquín. Coge el puto cuaderno y larguémonos antes de que esto se llene de uniformes grises. Las órdenes eran claras.
Álvaro, el más joven de los tres, y el más inexperto también, se acercó lentamente a la macabra escena.
-Tiene razón Sebas, es el patrón…
-Me cago en Cristo y la puta que la parió. La que hemos armado por este jilipollas. Si quería morir podría haberse tirado al tranvía y ahorrarnos el tiempo y el dinero perdido. A ver como se las va a arreglar ahora para volver de ultratumba a pagarnos lo debido.

-Creo que no va a hacer falta que se tome la molestia. Álvaro entreabrió el cajón, que ya asomaba a medias, y que sobresalía del escritorio. Dentro yacía un sobre a rebosar de billetes. El doble de lo estipulado.
-Esto no tiene sentido…pero que más da. Ha sido un buen negocio. Muy bueno ahora que lo pienso. Nadie nos va a perseguir con aras de venganza, desde luego. Ya podrían abundar los clientes de esta clase. Álvaro, Sebas, vámonos, aquí hemos terminado.
-Espera, el libro. También era parte del trato. Que menos que cumplir sus últimas voluntades.
-No te me pongas caritativo, Álvaro, o te quito esa áurea de las carmelitas en menos de lo que se canta un padrenuestro.
Sebas y Joaquín enfilaban ya la salida, tranquilos, contentos por el trabajo realizado y el botín de más obtenido.
Álvaro les seguía el paso, a su sombra, cavilando sobre lo ocurrido. Y con un libro bajo el brazo.