sábado, 18 de febrero de 2012

Culcas de Cardo el rey astado

Las gentes atestaban las grises escalinatas de piedra del recinto circular, presenciando extasiada, con superstición y pavor a partes iguales, el duelo ancestral entre hombre y bestia. El enorme toro, el más grande y fiero de toda la región, bramaba y coceaba con contenida furia, esperando el momento oportuno para lanzarse contra el hombre que, desnudo, se alzaba ante él. Únicamente armado con los dos cuernos que pertenecieran al primer rey y a la postre Dios y señor de todos los clanes que poblaban la Cornúpeta, disponía a enfrentarse ante tan temible rival en sagrada lid. Los presentes animaban enardecidamente al candidato a caudillo, que para coronarse con las astas sagradas, debía de derribar a la bestia con sus mismas armas. Sólo entonces, sería ungido con la sangre del hijo del Dios, siendo digno de portar su cornamenta en nuevo yelmo forjado de bronce. Así había sido desde el principio de los tiempos, desde la llegada del minotauro, y así debía de ser. Sin embargo, largas generaciones llevaban ya las tribus sin presenciar el ascenso de un nuevo líder. Una y otra vez, la bestia semidivina había vencido a cuantos pretendientes se presentaban ante él en la arena. La desgracia y el ostracismo se habían adueñado de los clanes desde entonces, y lejos quedaban ya los años de gloria, saqueos y grandes victorias de los pueblos astados sobre el resto de reinos y naciones que habitaban la península. Era pues de entender, la amarga tensión que sentían quienes presenciaban el duelo deicida.
Los sacerdotes, ataviados con túnicas mate y purpura, cantaban rezos a su divinidad para que les concediese la gracia de un nuevo señor. Grandes habían sido los sacrificios antes y durante las celebraciones, amén de las diversas pruebas a los que los candidatos eran sometidos con tal de que, sólo el más hábil y digno de ellos, pudiera enfrentarse al vástago de Coduro.


En el palco de honor la nobleza presenciaba la contienda en silencio y con cautela, albergando cierto resentimiento en sus corazones. Eran los líderes de los diversos clanes, muchos de ellos vencidos a lo largo de las pruebas –otros tantos ya no estaban, pues, habían fallecido durante el transcurso de ellas- : Colkon, caudillo del clan del buitre, Aster, del clan del oso, Mefaster, del clan del lince, Bulo, del clan del lobo, Artaistas, del clan del águila real, Artikax, del clan del castor, Naocrx, del clan del ciervo, y otros muchos de menor rango; todos ellos, o la gran mayoría, acompañados de hijos, hermanos, mujeres, parientes lejanos, seguidores, concubinas y sirvientes. Todos ellos y muchos otros, miembros y señores de clanes menores, asistían a tal acontecimiento con reservas, sabedores de que allí no sólo estaba en juego la dicha de las tribus para con su Dios, sino, algo más, quizás incluso de mayor importancia para un mortal: el poder absoluto, el mando unificado de todos los pueblos que conformaban tan arcaica y peculiar etnia.


En el ruedo, la bestia fue quien acometió primero. Trotó, ganando velocidad a medida que se acercaba a su contrincante. Culcas de Cardo, victorioso de las pruebas digno de tal honor, tomó posición defensiva, con los cuernos alzados al aire, tensando la cuerda que los sujetaba. Cuando el animal se encontraba a sólo un metro de él, lo esquivó con gran agilidad, girando sobre si mismo para dejarlo pasar a su lado, con las astas a un palmo de sus costillas. El toro paró en seco y dio media vuelta para iniciar una nueva carga. Se encontraba fuera de si, sudoroso y con los ojos inyectados en sangre, pues antes de sacarlo al ruedo, los sacerdotes le subministraban un antiguo brebaje de secreta receta, que según sus propias palabras, animaba su espíritu, aumentaba su sed de muerte, fortalecía músculos y astas, pero ante todo, lo conectaba con su Padre, que le insuflaba ánimos  y le transmitía su fuerza. Volvió de nuevo a la carga, una y otra vez, sin lograr dar con el blanco. Los clanes comenzaban a inquietarse, pues el candidato aún no había asestado golpe, y bien cerca habíase encontrado de recibir cornada e ir a parar con sus intestinos a la arena. Se empezaron a oír murmullos cargados de pesimismo que afirmaban que el pobre chico no pasaría la prueba, que deberían de esperar otros cuatro largos años para ser bendecidos por Coduro. Los gritos de ánimo disminuían, imperando ante todos ellos los salmos rezados por los sacerdotes, que no cesaban en su ímpetu.  Llegó a poder apreciarse el eco del trote sordo del toro y el respirar ajetreado de Culcas. Algunos de los líderes y jefes del palco sonreían, se codeaban entre ellos, mofándose del pobre muchacho. Ya tan sólo esperaban la cornada mortal que diese fin a tan lamentable espectáculo. Únicamente uno de ellos, de entre todos los nobles asistentes, comprendía lo que ante sus ojos ocurría, el único que conocía las intenciones de Culcas para enfrentarse a tan magnánimo destino. El candidato no huía de su cazador. Había iniciado un baile. Un baile maravilloso y acrobático en torno a la bestia, una danza letal e hipnótica de volteretas, giros y saltos, haciendo uso de su extrema. Para el noble anciano, saltaba a la vista, pero para todos los presentes se escapaba que, la bestia, comenzaba a fatigarse. La extenuación comenzaba a ser visible en su mirada. Sus cargas ya no eran tan veloces y sus cornadas perdían precisión. El resuello del animal se oía ya por encima del jadear del hombre. Sudaba a borbotones una sustancia viscosa y brillante. Los efectos del brebaje estaban disminuyendo, y el esfuerzo del animal provocaba una reacción de todo punto lógica: la estaba comenzando a expulsar de su cuerpo.


Todo esto había sido sabiamente premeditado por Culcas, llevándolo a cabo de forma magistral. Con claros indicios de fatiga en el animal, había iniciado la segunda parte de su plan. De forma casi imperceptible para los presentes, a medida que bailaba en torno a las acometidas de la bestia, iba dejando aquí y allá, en puntos clave de la anatomía del animal, incisivos cortes con las puntas de sus astas. De cuello, patas, lomo y frente, comenzaba a manar un hilillo de sangre. Las gentes, desesperanzadas y obcecadas en la inminente derrota de su tan ansiado caudillo, atisbaban ya cierta irregularidad en el combate. Contemplaban las manchas de sangre que salpicaban, cada vez con mayor, la arena del recinto. Pero hombre y bestia encontrábanse impregnadas de dicha substancia, y no lograban acertar cual de los dos era dueño de ella.


Llegados a tal punto, los dos rivales se encontraban en el centro de la plaza uno en frente del otro, como al inicio del combate. Culcas esperaba, como lo había echo a lo largo del combate, que el toro tomase la iniciativa. El animal se sentía frustrado y agotado, pues pese a los esfuerzos empleados, aún no había conseguido alcanzar a su contrincante. Bramó y coceó nuevamente, formando espesas nubes de vaho en torno a su hocico. Culcas supo entonces que  era el momento esperado para darle al animal el toque de gracia. La bestia se abalanzó con renovada fuerza sobre el joven, decidido a agotar todas sus reservas en una última acometida. Cuando estaba lo suficientemente cerca, Culcas aguanto sus propias astas con los dientes, sujetándolas por la cuerda que las unía para facilitar su manejo, dejando sus manos libres para el siguiente movimiento. Asiendo las astas del animal en plena acometida, realizó una increíble acrobacia por encima de él, postrándose sobre su lomo. El animal, fuera de si, coceaba y se agitaba, intentando librarse de su rival. Culcas agarró con fuerza sus propias astas y las hundió en su costado, desgarrando las entrañas a su paso. Sabiéndose ya derrotado, sin fuerzas y herido de muerte, flaqueó cayendo sobre sus patas traseras. El joven, en su momento de gloria, alzó los brazos con las dos astas del Dios, para al grito de [i]Aktar kah Coduro banastiakh itsan tul karoxes[/i], ‘’A ti Coduro, te entrego la sangre de tu hijo’’, abrirle con vigoroso movimiento la garganta, derramando a borbotones su sangre sobre la arena.


Cayó el anfiteatro en el más absoluto silencio. Un silencio que podía acariciarse con las manos, tan físico y tan real como la carne y los huesos. Un silencio que invadió cada escalón del recinto, cada garganta, y cada mirada, un silencio que helaba el corazón y erizaba el cabello. Los mismos sacerdotes, castos en su oficio, habían dejado de salmodiar. La nobleza contemplaba incrédula tal escena, sumidos en una profunda letargia, como si el propio demonio les hubiera robado su último aliento. Sólo uno de ellos se mantenía en si, consciente de cuanto ocurría y había ocurrido, y aún quedaba por ver. Levantóse lentamente, sin que de esto se dieran cuenta sus acompañantes. Con el puño en alto, profirió el viejo grito de finalización del ritual: [i]Culcas ta Cardo, ken Krais satsan, Coduro kriva layekan![/i] ‘’¡Culcas de Cardo, nuevo rey astado, por la gloria de Coduro!’’


Con el vítore de la victoria, volvieron en si los presentes, como quien despierta de un largo periodo de convalecencia. Un murmullo fue creciendo en el lugar, un murmullo que se convirtió en grito, de grito a rugido, y que acabó en colosal clamor de miles de gargantas aullando de alegría e incredulidad. En la cornúpeta, los clanes taurómatas volvían a tener un soberano, un caudillo. Sólo un pequeño sector del anfiteatro, de entre todos los miles de asistentes, permanecían en silencio: la nobleza.

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