lunes, 2 de abril de 2012

El Silencio

El Conde de Altarroca se despertó algo más tarde de lo normal, con un leve aturdimiento en la cabeza tras el banquete de la noche anterior. Se celebraba el centésimo aniversario de la victoria del cruce del Entreaguas, que había dado a sus antepasados el señorío del que ahora gozaba el Marqués. Aunque ya debían de estar cercanos al mediodía, la ciudad permanecía en absoluta calma. ‘’Esta es la paz que trajeron mis ancestros, y que yo he de mantener. ’’

Perezosamente se deshizo de las sabanas, se sentó en el mullido colchón y cogió la espada de su familia que yacía siempre al lado de su lecho. La desenfundó, observando aquella maravilla centenaria de la metalurgia. Era magnífica: metro y medio de afilado acero que centelleaba con las caricias del sol, con empuñadura de ébano, y en ella, un pez atravesado por una mandoble, labrado en marfil, escudo de armas de la família. Se irguió para blandirla y rememorar viejas hazañas, pero la ingesta de hidromiel aún era reciente y por ello sus maniobras torpes, de modo que la espada cayó de entre sus manos, golpeando brutalmente el embaldosado.

Algo ocurrió entonces que lo dejó estupefacto.

O más bien, dejó de ocurrir. Al caer el mandoble, no se había oído ruido alguno. Aquello era incomprensible. El espadón debía de pesar al menos 20 kilos y al chocar contra el mármol debería prorrumpido en gran estrépito. Pero no fue así. ‘’Anoche bebí en exceso’’ pensó el Conde, intentándole dar una razón lógica. Para tranquilizarse, se dirigió al ventanal que presidía la habitación. Observar sus posesiones y sus siervos laborando le proporcionaba cierta paz interior, acompañada de una inmensa sensación de poder. Pero lo que vio le heló el alma. La ciudad entera ardía en llamas. Las calles estaban llenas de desperdicios, los animales campaban a sus anchas, los caballos huían de los establos arrollando a todo el que se encontraba por delante. Los hombres se mataban unos a otros sin ningún orden ni sentido. Robos y violaciones se cometían por doquier a lo largo y ancho de toda la villa. Ni los niños se salvaban de tamaña tempestad. El caos reinaba, el infierno se había instalado en Altarroca. Ningún soldado o noble de la corte se apreciaba en las calles. Debían de estar todos durmiendo, como él hacía muy poco. Fue entonces cuando el Conde se dio cuenta de qué estaba ocurriendo. No se oía el crepitar de las hogueras. Ni los aullidos de los que agonizaban. Ni el trotar de los cascos de los caballos. Ni el resonar de las espadas. Ni los gemidos de las violadas.

Había llegado el Silencio.

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